«Este silencio de la mente es la verdadera mente religiosa, y el silencio de los dioses es el silencio de la Tierra.»
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Aquella noche, y particularmente en aquel valle lejano con sus antiquísimas montañas y sus rocas de formas caprichosas, el silencio era tan real como la pared que uno tocaba. Por la ventana se veían las estrellas brillantes. No era un silencio que uno mismo generara, no era debido a que la Tierra estuviera tranquila y los aldeanos durmiendo, sino que procedía de todas partes: de las estrellas distantes, de aquellos oscuros montes, y de la propia mente y corazón de uno. Era un silencio que parecía cubrirlo todo, desde el diminuto grano de arena del lecho del río, que sólo sabía del agua cuando llovía, hasta el alto baniano de singular envergadura, y también la leve brisa que empezaba a soplar en ese momento.
Existe este silencio de la mente que ni el ruido ni el pensamiento ni el viento pasajero de la experiencia pueden tocar, ese silencio es inocente y, por tanto, infinito. Cuando en la mente está este silencio, de él surge una acción, y esa acción no genera confusión ni desdicha.
La meditación de una mente que está en completo silencio es la bendición que el ser humano siempre ha buscado. Este silencio abarca todas las cualidades del silencio.
Está el extraño silencio que reina en un templo vacío o en una iglesia de algún lugar recóndito, lejos del ruido de turistas o fieles, y está el pesado silencio que yace sobre el agua y que forma parte de aquello que está fuera del silencio de la mente.
La mente meditativa contiene todas estas variedades, cambios y movimientos del silencio. Este silencio de la mente es la verdadera mente religiosa, y el silencio de los dioses es el silencio de la Tierra. La mente meditativa fluye en ese silencio, y el amor es la forma como se expresa.
En este silencio hay dicha y regocijo.
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