«Hay momentos en los que todo parece demasiado en la inmensidad de la experiencia, en su intensidad. Y rápido queremos volver como sea a “lo normal”.»
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Un sueño se destroza. Un resultado inesperado aparece. Algo que parecía grande y sólido pasa a ser pequeño e inestable. Una relación se termina. Un negocio se disuelve, un trabajo se pierde, así, de la noche a la mañana. Una infección retorna, un ataque repentino, un paro cardíaco cuando menos lo esperabas. Un ser querido muere…
Hay momentos en los que todas nuestras defensas se desmoronan y nos sentimos como recién nacidos, vulnerables y débiles.
Hay momentos en los que estamos cara a cara con nuestra impotencia ante la inmensidad del cosmos, ante el abismo del dolor y la muerte, ya sin la protección del ego y sin la protección de la mente.
Hay momentos en los que ya no comprendemos nada, tocamos fondo y el inconmensurable misterio de la vida nos parece injusto, indigno, asqueroso y detestable.
La impermanencia aflora y explota, la existencia pura se muestra sin una base. Los hechos sin nuestro control, la inestabilidad de nuestro mundo emocional, todo eso se hace obvio una vez más.
Lo que nace, debe morir. Lo que está aquí, pronto no estará. Sí, el mismísimo suelo que pisamos podría abrirse bajo nuestros pies en cualquier momento, un meteorito llegar o una llamarada solar, qué más da. No existe un lugar realmente a salvo en donde estar.
En esos momentos de angustia, ¿en qué se puede confiar? ¿Por qué vale la pena seguir viviendo?
Sí, hay momentos en que todo parece demasiado en la inmensidad de la experiencia, en su intensidad. Y rápido queremos volver como sea a “lo normal”. Rápido nos aferramos a algo sólido, manejable, rápido hacemos algo, buscamos algo, controlamos algo, arreglamos algo.
Nos distraemos como sea, con creencias, con trivialidades, con más y más y más experiencias que acumular… Antes que hacerle frente a los terrores inexplorados que acechan desde lo profundo, fijamos los ojos nuevamente en la superficie y en las cosas cotidianas sobre las cuales creemos tener algo de control.
Bloqueamos nuestro dolor como sea, tratamos de volver a la normalidad, volver al trabajo, volver a la realidad de nuestra vida cotidiana. Pero esa normalidad es el problema, no la solución…
La vida, en su infinita inteligencia, solo estaba tratando de abrirnos, un poco más. Pues en nuestra búsqueda de lo positivo habíamos enterrado todo lo que veíamos como negativo: el dolor, la pena, los deseos, los miedos, el terror, las incoherencias…
Empujamos a esas energías a las profundidades para poder funcionar y ser productivos, para poder encajar en la sociedad y aparentar felicidad. Y así nuestra felicidad se había tornado pasiva, nuestra dicha dependiente, y nuestra alegría superficial.
Era ese tipo de felicidad que podría romperse en cualquier momento. Y así fue, ya que la vida busca completud, por eso te abre, y te abre, cada vez un poco más… Y ahora estamos siendo llamados a cuestionarlo todo. Todo.
El dolor no es un bloqueo hacia la sanación, sino más bien su puerta de entrada. El duelo no es un error, sino más bien un portal. Incluso el enojo contiene un camino, si lo sabes transitar. Nuestros anhelos más profundos no son errores, sino partes de nosotros mismos que quieren ser conocidas. Los traumas son heridas que se abren una y otra vez para llamar nuestra atención y ser sanadas, abrazadas, amadas.
No existe una experiencia que sea traumática por sí misma, ninguna experiencia es realmente “mala”, sino que a veces las experiencias pueden liberar energías volcánicas en nosotros que hemos reprimido, empujado hacia abajo, nos hemos negado a reconocer en nuestro apuro por ser un “yo” consistente, sólido, sí, alguien “normal”.
Y en ese intento de contenernos en una pieza, lo que hemos hecho realmente ha sido dividirnos en partes y partir a los demás.
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Aportación
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