EL ENANO GIGANTE – Jorge Bucay

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Érase una vez, un enano gigante…

Ahora seguro que tu mente dirá que no puede ser, que si es un gigante no puede ser enano, y que si es enano no puede ser gigante y puede que tengas razón. Pero el protagonista de este cuento es un enano gigante.

Creció como todos en un hogar normal de una familia normal. No habría mucho que contar de su historia que no sea parecida a la de todos y, por lo tanto, no justifica perder el tiempo en su relato.

Lo que importa es que un día se dio cuenta de que debía partir. De alguna forma el esperaba esta llamada espiritual y estaba preparado para acudir. Sin embargo, le decepcionó descubrir que la llamada que tanto esperaba no era con clarines y fanfarrias, que no venían carruajes con tesoros para compensarlo por su partida y que ni siquiera se le encomendaba el rescate de ninguna princesa, ni la muerte de algún dragón. Era tan solo una llamada: ¡TRINNN…! Y ya está.

Pero el enano gigante no podía desoírla. ¡Debía partir!

Se preparó mil argumentos sobre el deber, sobre la responsabilidad y sobre el sacrificio, que utilizaria para responder a todos aquellos que le rogaran que se quedara. Ensayó gestos de desprecio para los que le ofrecieran dinero por quedarse. Ensayó besos inocentes para dejar en la frente a las damas que trataran de entregarle su virtud a cambio de su renuncia a partir…

No tuvo que usarlos, porque a la hora de su partida no habia nadie. La calle estaba simplemente desierta. Quizá si hubiera sido un enano le hubiesen pedido que se quedara. Tal vez de ser gigante gigante le hubieran rogado lo mismo. Pero a él no, él no era ni una cosa ni otra, ni siquiera era ninguna de las dos. Él era la suma de todo y eso no se podía comprender.

Se fue en silencio, con la cabeza baja, cosa que no le costaba mucho porque era un enano, y la frente bien alta, cosa que le era sencillo por ser gigante.

Él se preguntaba: «¿Cómo es posible que nadie llore mi partida? ¿Cómo he llegado a no ser necesario para nadie? ¿Cómo puede ser que todos puedan vivir sin mí? ¿Cómo pueden saber todos que me voy por tanto tiempo y ninguno pedirme que me quede?»

A medida que andaba hacia la montaña se dio cuenta con dolor de que ciertamente los que allí quedaban tampoco debían ser tan imprescindibles para él, porque sino, se dijo con sinceridad, sino, no se estaría yendo.

A medida que caminaba se iba sintiendo cada vez más pequeño y eso, paradójicamente, lo hizo saberse cada vez más grande. 

 

Argentina (1949)

 

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