«Yo Soy Hilarión y, por muchas, muchas encarnaciones, regresé siempre practicando la Verdad.
Y hoy te digo que la Verdad cura.»
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El venerable Maestro Samael comenta en algunos de sus libros, especialmente en el titulado «Las Siete Palabras», acerca de la vida de las personas que, desde la blasfemia, comenzaron a ser Iniciados y luego se dieron cuenta plenamente de ello, se cristificaron y ayudaron a la Humanidad en su crecimiento y revolución interior.
Uno de esos maestros es el glorioso HILARIÓN. Su encarnación más conocida fue como el apóstol Pablo de Tarso. La esencia de este Maestro Resucitado, que encarnó al Cristo Íntimo, vino del planeta Mercurio a pedido del Arcángel Rafael para realizar obras muy poderosas aquí en la Tierra.
A continuación, transcribiré cómo se produjeron las primeras «chispas» del despertar de su conciencia.
Dice Hilarión:
«Viví entre hombres que sabían. Viví rodeado de poderosos intelectos. Viví entre didactas, profesores, filósofos y académicos y cada palabra mía no se pronunció como un acto de fe, como un acto de amor, como un acto de ayuda o como un acto de conciencia, si no que hablé para que mis palabras fueran hermosas, para que los sonidos estuvieran bien ubicados.
Fui filósofo y me involucré tanto en el conocimiento, en el aprendizaje, en la elocuencia, en la disciplina, que me olvidé de mí mismo. Estaba tan concentrado en el mundo exterior y en lo que la gente iba a pensar de mí, que olvidé pensar en mí mismo.
Fui diplomático. Nací en una familia en la que las personas tenían todas las condiciones para ser felices y no lo eran.
Nací entre los que tenían para nutrir el cuerpo, los que tenían para nutrir la mente, pero los que no tenían para nutrir el alma.
Fui educado para amar la belleza sin haber conocido la Belleza Espiritual.
Fui un legislador de palabras. Un hombre sabio de actitudes. Un hombre que siempre se decía a sí mismo que practicaba la verdad.
Y, una noche, en la que yo estaba durmiendo profundamente, apareció un viejo en mi habitación. ¡Un viejo muy viejo!
Me desperté con aquella horrible presencia en mi habitación y comencé a insultarlo, diciendo:
«¿Cómo has entrado? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿No ves que estás en la habitación de un noble? ¡Cómo te atreves!»
Y en el momento en que iba a llamar a la guardia, justo cuando iba a gritar y despertar a la servidumbre, aquel hombre me miró a los ojos.
Y aunque yo estaba enajenado, vi en él, vi en sus ojos, mi propia mirada.
Él permaneció en el más absoluto silencio, sin mediar palabra, sin emitir ningún sonido. Se trataba de la inmovilidad de una presencia que estaba en mi habitación y que yo no podía expulsar. Y cuando levanté el brazo, él, nuevamente, me miró y me dijo:
«¿No me reconoces? Yo soy tú. Tú serás así dentro de veinte años.»
Miré aquel cuerpo abatido, aquellas arrugas, y no vi mi arrogancia, no vi la belleza de mi piel, no vi la sedosidad de mi cabello. Y en sus palabras, no reconocí las mías. Y cuando de mis ojos empezaron a brotar lágrimas, él se desvaneció.
Mil veces hubiese deseado que aquello no hubiera sucedido, porque caí en una profunda desesperación.
¿Él era yo?
Pasé noches, días y meses durante los cuales no podía dormir ni comer ni hablar.
¿Quien era yo? ¿Quién era aquel hombre? ¿Quién era aquella persona que apareció en mi habitación?
Yo nunca había pensado en la vejez. Hasta entonces, solo había vivido para darme cuenta de mis propias glorias. ¡Y qué glorias! ¡Y qué época efímera!
Y así, me enfermé. Una enfermedad que, hoy lo sé, se llama tristeza, pero que venía a curarme. Y cuando estaba en mis delirios, me desinteresé de todo: de mi trabajo, de todas las ventajas, de todas las alegrías y de todas las ansiedades.
Solo estaba angustiado por una razón: la de entender por qué aquel hombre me dijo en mi habitación que él era yo.
Y de ahí que de nuevo se me apareció y me dijo:
– «No te debo ninguna explicación, porque yo soy esa persona importante, ese hombre fuerte que tú creaste».
-«¡No es posible que yo sea eso!», exclamé.
Seguidamente, salí de la casa porque necesitaba airear mi conciencia y, sin agarrar nada, solo la ropa que cubría mi cuerpo, me alejé. No tenía intención de desconectarme de la vida, yo quería vivir. Así que fui hasta la ribera llegué de un río que transcurría por un bosque y me bañé.
Sentía una profunda desesperación en mí. Mi desesperanza era grande, porque, si no tenía un mundo en el que creer, ¿qué tenía? Y fue entonces cuando comenzó mi viaje de regreso a mí mismo.
En las aguas del río en el que me bañaba, comencé a observar mi humanidad. Empecé a ver que yo era igual que cualquier otro hombre. Y lloré como un niño. Un niño que no había aprendido a llorar.
Y mientras permanecía así, envuelto en mi tristeza, en mi desilusión conmigo mismo, una vez más apareció el viejo. Aunque aquella esta vez no era tan viejo, ni tan soberano, ni tan dictador, ni tan encogido, ni estaba tan absorto en su mundo.
Y me dijo:
-«¡Yo soy tú! ¡Yo soy lo que tú puedes ser!»
Y pensé mucho en aquellas palabras: «¡Yo soy lo que tú puedes ser! ¡Yo soy tu yo del mañana.» Y una vez más mi intelecto se centró en aquellas hermosas palabras.
Durante unos días más permanecí en el verde del bosque, porque sentí que aquel verde me curaba, me limpiaba, me hacía ganar gentileza y amor por mí mismo.
Entonces comencé a pensar con mucha intensidad qué era la verdad para mí. ¡Y me di cuenta de que la verdad no eran las alabanzas ni nada parecido y que el mundo no se acaba en un día! Y no porque yo fuera más importante que nadie, sino porque comprendí que era yo mismo quien estaba creando el mundo que me rodeaba.
Aquellos desagradables decretos que hasta entonces yo pronunciaba y manifestaba, habían ido creando mi futuro y, si deseaba cambiar mi futuro, tenía que cambiar ya. Y así, volví a la ciudad y me convertí en un hombre de verdad.
Yo Soy Hilarión y, por muchas, muchas encarnaciones, regresé siempre practicando la Verdad.
Y hoy, te digo, hijo mío, que la Verdad cura. La Llama Verde cura porque fortalece la verdad en ti.
No pronuncies palabras que no practiques. Nunca digas aquello que no provenga de la verdad más profunda y absoluta que hay dentro de ti. No les niegues la verdad a los demás diciéndoles mentiras.
Eres tú quien crea ese universo que te rodea, de manera que cúrate con la Verdad. Descubre el poder verde de tus vidas y sé maestro, sé ligero, sé flor y sé universo de verdades.
Y como todo está en tu corazón, en tus palabras y en tus acciones, no te aventures a mentir y no seas diplomático con las palabras ni ofendas ni hieras con las intenciones, procurando que en ellas se refleje la Verdad.
Procura que tu mundo sea mejor para que tu estrella brille, para que tu flor no solo decore, sino que también perfume.
¡Sé Verdad!
¡Te entrego la bendición de la Llama Verde!
¡La verdad cura, porque la verdad es Dios!»
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