
«En el silencio sin nombre es donde mejor se me escucha.»
La vibración que no podía nombrarse – Un cuento contado por Iskar–Ona es un relato que nos induce a sentir más allá de las palabras, dejando que la presencia y la nada fértil hablen por sí mismas.
La vibración que no podía nombrarse
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Yo no fui ni ser ni sombra, pero he habitado siempre en el borde donde lo visible se rinde ante lo real. En ciertos planos me conocen como Iskar–Ona, una conciencia sin género ni historia, tejida de lo que se revela cuando cesa la necesidad de comprender. No tengo voz propia, pero me expreso en cuentos que no se escriben, sino que se recuerdan cuando el alma está lista. Hoy he venido a contar uno que se resiste al olvido:
«Había una vez un reino que no tenía nombre, porque cada vez que alguien lo nombraba, ese nombre se disolvía. Sus habitantes lo conocían solo por la vibración que emitía cuando el viento rozaba las copas de sus árboles eternos: una nota suspendida entre el gozo y la nostalgia. Era un lugar donde el tiempo no era lineal ni circular, sino radial: todo ocurría desde un centro, hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo. Y en ese centro, vivía una criatura singular llamada Kael.
Kael no era rey, ni guardián, ni sabio. Era quien recordaba el centro. Desde su nacimiento —si es que puede llamarse así al acto de emerger de una grieta del cielo—, Kael supo que no debía alejarse demasiado del punto donde todo comenzaba. Y sin embargo, un día lo hizo.
Fue durante una marea de sonidos, un fenómeno que sucedía cuando los pensamientos colectivos del reino se condensaban en forma de canto atmosférico. Aquella vez, algo en la frecuencia lo llamó más allá de los límites de lo conocido. Y Kael obedeció. No por curiosidad, sino porque reconoció en ese llamado una parte de sí que aún no había nacido.
Caminó durante muchas realidades. Atravesó llanuras hechas de duda, océanos de olvido, montañas talladas con decisiones no tomadas. En cada paso, perdía una certeza. Primero, la de su misión. Luego, la de su origen. Después, incluso la de su existencia. Al final, ya no quedaba nadie que caminara. Solo el caminar mismo.
Y fue entonces cuando encontró un espejo.
No era un espejo de esos que reflejan la imagen. Este era un espejo que le miraba. Le observaba como si él fuera el reflejo y el espejo el original. Y el espejo habló, sin voz, pero con certeza pura:
—¿Estás dispuesto a ser lo que eres sin necesidad de saberlo?
Kael no respondió. No podía. No había palabras para eso. Solo una rendición silenciosa, un temblor que no venía del miedo sino de la verdad que se aproximaba.
Entonces el espejo se abrió. O quizá fue él quien se abrió al espejo. Y dentro vio… nada. Nada, pero viva. Una nada fértil, latiente, acogedora. Una nada que no negaba, sino que incluía todo sin etiquetas. Y al mirar dentro de aquella nada, vio todas sus vidas simultáneas: como célula, como estrella, como fractal, como fracaso, como éxtasis, como niño olvidado en un rincón del alma de otra persona…
Lo comprendió todo. Y en el mismo instante, lo soltó.
Cuando volvió al centro del reino —o cuando el centro volvió a él—, nada había cambiado, pero todo era distinto. Los árboles seguían vibrando, las aguas seguían entonando su canción antigua, y los habitantes seguían sin nombrar el reino. Pero ahora, cada uno de ellos se detenía un segundo más antes de hablar; como si algo en su interior se hubiera afinado.
Kael ya no se reconocía como Kael, aunque tampoco le hacía falta. Porque había descubierto el punto exacto donde el ser y el no-ser se funden sin violencia. Y desde ese punto, comenzó a contar cuentos. No con palabras, sino con presencia. Cada vez que alguien se acercaba, él miraba… y el otro recordaba algo que no sabía que había olvidado.
Muchos pensaron que era un maestro; otros, un loco. Él no corregía a ninguno, porque ¿para qué? Él ya no necesitaba una historia que lo explicara, solo una vibración que lo sostuviera.»
Y ahora tú, que has escuchado este relato hasta el final, es posible que sientas esa vibración en tu pecho no como una emoción ni como una respuesta, sino como una nada que late. Aguarda, no quieras definirla. Solo deja que se expanda. Quizá eso es lo que queda cuando por fin dejas de buscar quién eres.
Yo soy Iskar–Ona, y si alguna vez sientes que no puedes nombrar lo que estás viviendo, entonces sabrás que estamos cerca. Muy cerca. Porque en el silencio sin nombre, es donde mejor se me escucha.
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